Artículo
Los Hijos Muertos: Pier Paolo Pasolini

Por Diego Escobar


 

Realizador Cinematográfico, Magister en escritura de guiones

 

  El común denominador es siempre un referente peligroso, la cultura de masas vibra por darle un apellido a las cosas y como cosas, comienza a aparecer la necesidad de ser definidas, categorizadas y catalogadas para su compresión simple y eficaz del mundo. Estamos en un apocalipsis lingüístico, dónde incluso para los, llamémoslos si se quiere “grandes cineastas consagrados criollos”, Pier Paolo Pasolini se limita a ser el director de “Salò: o le 120 giornate di Sodoma”.

Su obra completa es en nuestras tierras chilenas, un lienzo en blanco, sumergido y olvidado que hoy, me gustaría remarcar con lápiz y tinta. Quisiera volver a la vida aquello que nace del trabajo de este artista Boloñés, en particular una reflexión de fuerza arcana y visionaria que une su trabajo con el nuestro, que une a Chile con Italia y en particular, a la “Borghata Romana” con la periferia de Santiago: la sensación constante de no pertenencia.

He descubierto una brecha entre los fanáticos del “A.C. Roma” y la euforia colectiva de nuestros equipos de fútbol locales. He descubierto una brecha entre los cocainómanos del Arco di Travertino y los oficinistas del paseo Bulnes. Esa brecha se esconde silenciosa en la madre que nos cobija en su útero, las grandes ciudades y sus esquinas que dan forma y recorrido a nuestros momentos de gloria, de abandono: Roma, Santiago, Numidio Quadrato, Recoleta, Ostia, Valparaíso, Porta Furba, Zanjón de la Aguada. Todo comienza así:

“Una sola ruina, sueño de un arco, de alguna vez romano o románico, en un prado donde el sol espuma con un calor calmo como el mar. Ahí, reducida, la ruina está sin amor. Uso y liturgia ahora profundamente extintos, viven a su estilo – y en el sol – para quien comprenda presencia y poesía. Das pocos pasos, y estas en la vía Appia, o sobre la Tuscolana: ahí todo es vida, para todos. Es mas, mejor es cómplice de aquella vida, que estilo e historia no sabe. Sus significantes se intercambian en la sórdida paz de indiferencia y violencia. Millones, millones de personas, frailecillos de una modernidad de fuego, en el sol cuyo significado está también en acto, se cruzan pululando oscuros sobre la cegadora acera hacia los edificios “Ina” hundidos en el cielo.”1

Suavemente volvemos del idilio, el comienzo de un sueño reflejado en la piedra eterna que parece esperar que el mundo deje de ser mundo. Pasolini comienza a describir retazos de una tradición perdida, chocando con grandes avenidas que alguna vez fueron tierra y polvo, las avenidas fundacionales de la Roma Imperial, dónde hoy se encuentran las tumbas de antiguos gobernadores romanos. Continúa con su relato lírico:

“Yo soy una forma del pasado, solo en la tradición está mi amor, vengo de las ruinas, de las iglesias, de los retablos, de los pueblos abandonados sobre los Apeninos o los Pre Alpes donde han vivido hermanos. Camino por la Tuscolana como un loco, por la Appia como un perro sin dueño o veo los crepúsculos, las mañanas sobre Roma, sobre la Ciociaria, sobre el mundo, como los primeros actos del después de la historia, a los cuales asisto por privilegio de nacimiento desde la esquina extrema de alguna edad sepulta. Monstruoso es quien ha nacido de las vísceras de una mujer muerta. Y yo, feto adulto, vago moderno entre modernos, buscando hermanos que ya no existen.”2

Pasolini crea en un pedacito de poesía, un momento desgarrador y silencioso, un catastro del abanico desolador de una urbe que aún se alimenta de una madre extinta. Un dolor profundo hacia las antiguas costumbres, sitúa literalmente a un hombre de pie trémolo entre dos mundos. No es casualidad que el encuentro poético-apocalíptico de estas dos modernidades sea entre las “ruinas” de la periferia sur de Roma y allí donde la vía Appia y la Tuscolana se intersectan. Menciona los “edificios Ina” (tipo de vivienda social/estatal post- guerra), dándole el carácter marginal a este paisaje desolador, de abandono y búsqueda de lo divino.

Esta poesía logra acercarnos hacia la obsesión de su obra completa, hacia la búsqueda de una época perdida y con ella, una religión devenida en su tiempo por el culto a la oferta y demanda de una urbe moderna. De allí nacen, “Accatone” (1961), “Mamma Roma” (1962) y la representación de “Uccellacci e Uccellini” (1966). Luego toda su obra fílmica posterior, ha sido dedicada a la búsqueda de lo divino, y de la contestación como última arma ante una sociedad devoradora de sociedades.

De ese sentimiento nace buscar aquella “fuerza del pasado”, aquel retablo pintado y soñado que alguna vez conoció tiempo e historia, ilustrado para él por la periferia y el “pobre”, quien en algún momento representó los valores humanos de una inocencia “pura” o de otro momento. Pobres quienes, en la Italia de los años 60’s, no pertenecían aún a la vorágine de modernidad aplastadora. Pero, ¿por qué situar el limbo de ambos tiempos o edades en los extra-muros de la ciudad? ¿Qué hay en este paisaje laberíntico que trae consuelo a un Pasolini atormentado? La respuesta se encuentra en su aproximación hacia lo sagrado. Tomando al momento pre civilización como un estado de pureza:

“Yo defiendo lo sagrado porque es la parte del hombre que menos resiste a la profanación del poder. En la “Historia de las religiones”. Dice exactamente lo mismo: que la característica de las civilizaciones campesinas, de las civilizaciones sagradas por tanto, es no encontrar la naturaleza “natural”. Confieso que la palabra barbarie es la palabra que más me gusta en el mundo. Sencillamente, está en la lógica de mi ética, porque la barbarie es el estado que precede a la civilización, nuestra civilización.”3

La “barbarie” a la cual se refiere Pasolini es aquella definida siglos atrás por el mismo imperio romano: quienes no pertenecían a la urbe, a la civiltà, eran bárbaros. Este elogio o adoración a la civilización antes de ser civilización sitúa a Pasolini en una búsqueda irracional por descansar en la pureza del pobre, en el ladrón honesto, en la tradición de aquellos expulsados hacia las afueras, en un amor por la no pertenencia que ofrece lo bárbaro. El campesino a quien Pasolini hace alusión, vive todavía hoy en los bordes marginados de la capital de Italia, dónde el pasar de la modernidad está comenzando a deformar el idilio puro e irracional evocado por Pasolini en su poesía y luego en su obra cinematográfica.

“Hasta hace pocos años los pobres entre los pobres, los más pobres de los pobres, eran modelos puros de comportamiento de la sociedad pobre: tanto más puros eran, más pobres. Estos venían llamados, entonces, bajo proletariado. Eran portadores de valores de viejas culturas particularísticas (regionales). Eran los voceros por definición de lenguas autónomas, que solo ellos conocían y en su espíritu estaban en condiciones de recrear, a través de una continua regeneración – sin inflexiones – del código. Su vida se desarrollaba al interior de esta cultura propia, que, según lógica burguesa, eran enormes guetos – el burgués malo lo encontraba natural, a los buenos les dolía– en realidad, se vivía en esta reserva, era pobre, pero absolutamente libre. 4

La idea de libertad asociada a la pureza del pobre, exacerbada por la fórmula mientras más pobre más puro, reafirma la idea de Pasolini de que la condición matriz del hombre, se encuentra en su forma menos corrupta y pre urbana. El paisaje de la civilización campesina ofrece un imaginario diverso al paisaje urbano por excelencia. Observados a distancia por las clases dominantes, se concluye también que en la Roma de los 70’s, esta otredad vista en los campesinos, en las reservas y así llamados “guetos”, dónde Pasolini reviste de un aura divina, pictórica y pura, es su fuente inagotable de inspiración y dolor. La Santiago actual no creo que esté muy lejos de las definiciones ya señaladas.

En analogía con nuestras propias fundaciones, la antropóloga Francisca Márquez ha definido un sector caracterizado hasta hoy como “el otro lado” de la civilización Santiaguina: La Chimba.

“La Chimba, al norte del río Mapocho, ha sido históricamente nuestro otro lado, la otra banda de la ciudad de Santiago. Chimba, en voz quechua, significa terreno, barrio o localidad situada al otro lado del río (Rosales, 1948: 52). Desde el siglo XVI, período de la Colonia, en La Chimba se instala, material y simbólicamente, lo que el centro de la ciudad niega: los cementerios, los hospitales, el mercado, los indios y los inmigrantes empobrecidos en busca de mejor fortuna. La Chimba ha sido, durante cuatro siglos y medio, frontera, trastienda, pero también cobijo y lugar de la diversidad. Desde la fundación de la ciudad de Santiago, entre los brazos del Mapocho, este territorio acogió a todos aquellos indígenas que el conquistador no quería establecidos en su ciudad. Fue con este hecho que La Chimba se fue constituyendo como un arrabal: un sector de los extramuros de la ciudad, donde en un primer momento se establecen los yanaconas e indígenas al servicio de los conquistadores.”5

La Chimba, hoy conocida como Recoleta e Independencia, albergan los orígenes de la “barbarie”. El título de extra-muro ha pasado de sector a sector, a medida que la ciudad crece, su suelo central se vuelve más rico, y tal como la antigua ciudad de Roma, limita a sus contornos periféricos a quienes no pueden pagar ese precio. En algunos sectores privilegiados de Chile (y en otros no tanto) el miedo a la “otredad” se ha vuelto una bandera para quienes, sin aventurarse a la periferia, residen en pequeñas aldeas de movimiento reducido. El contacto con la pureza identificada en la obra de Pasolini, hoy, se va perdiendo. El amor por la tradición se ha reemplazado por el consumo habitacional y la explosión demográfica de una sociedad de Frailecillos ávidos de transitar de ida y de vuelta. Las calles esperan quietas y en silencio a que algún transeúnte, por un momento, redescubra sus historias, sueñe sus manifestaciones sagradas evocando una naturaleza inocente, natural, inconsciente de su condición de “ser”. Márquez continúa su reflexión hacia la evolución de la Chimba:

“En una sociedad de la desigualdad y hegemonía del mercado como la nuestra, los ejemplos de amenazas y rupturas de la territorialidad abundan. La modernización compulsiva de barrios que son despojados de sus viejos referentes, testigos activos de una historia común y compleja; la especulación inmobiliaria que se impone y destruye todo paisaje identitario y arquitectural; el empobrecimiento progresivo de sus habitantes que impide la inversión y el cuidado compartido de la materialidad del habitar; las carreteras que atraviesan y arremeten con la unidad histórica y territorial de la vecindad; las políticas de recuperación urbana que erradican de las entrañas de la ciudad todo vestigio de diversidad.” 6

Aquí la antropóloga, de una manera más categórica, nos habla una transformación equivalente a la evocada por Pasolini, dos modernidades que chocan, la tradición derrumbada por la velocidad de las demandas modernas. Santiago se sitúa en el vórtice del cambio que Roma de los años 70’s sufrió y sintió, como toda gran metrópolis, su caída es invisible, su transformación constante: hay siempre una ruina junto a la otra. La Ruina Pasoliniana que espera paciente bajo el sol, ese sol mediterráneo que golpea las calles antiguas del Parque de los Acueductos en Cinecittà, y también golpea las calles antiguas de Recoleta, esperando algún vagabundo que observe los vestigios de esta ciudad muerta, de la cual se nutre, canta y baila.

No puedo evitar sentir el llamado a esta nostalgia irracional, personal y afectiva del recuerdo vivo de una ciudad que se desvanece bajo otra. Con ella caen también antiguas manifestaciones de religiosidad. Veo la cinematografía independiente de mi país y pienso en este llamado a recordar la marginalidad (“Volantín Cortao” 2013), el dialecto chileno, la consagración del pobre (“El Cristo Ciego” 2016), visto paradójicamente desde una burguesía que se alimenta del recuerdo perdido, de la nostalgia al barrio y la periferia que tiene mercado en el extranjero. Siendo nietos del universo de Pasolini, históricamente, pienso que se sentiría profundamente escandalizado por la deformación natural con el parentesco estilístico hacia nuestro cine. Puedo ver su influencia en nuestra historia, lejana y desconocida (aparentemente) la una para la otra.

Hay una diferencia sin embargo entre ambas reflexiones que define un camino claro de acción. Pasolini se sitúa en una búsqueda personal de re imaginación de este idilio perdido, aferrándose con garras a la representación de lo real como manifestación divina. Un amante de la realidad está dispuesto a consagrarla o desacralizarla, ha de hacerle justicia. Puedo ver en su filmografía el grito agónico del mundo que se desvanece, como último aliento parpadeante:

“De hecho, el mismo desconsiderado amor por la realidad, traducido en términos lingüísticos, me hace ver el cine como una reproducción fluyente de la realidad, mientras que, traducido en términos expresivos, me “deja inmóvil” delante de diversos aspectos de la realidad (un rostro, un paisaje, un gesto, un objeto), casi como si estuvieran inmóviles y aislados en el fluir del tiempo (...). Mi amor fetichista por las cosas del mundo me impide considerarlas naturales. O las consagra o las desacraliza con violencia, una a una.”7

Aquí Pasolini revela el poder del cine como herramienta de representación de su mundo, de una realidad que para él se manifiesta y luego reproduce de manera divina, sacra, siempre escusado por un amor aberrante hacia los elementos que la componen. Se observa en el estudio de su bibliografía y filmografía, la construcción feroz e implacable de este mundo de realidad deformada por su percepción, de adoración a aquello que cree ver en la condición campesina, la barbarie como civilización en decadencia, consumida también hoy, pero dando una pincelada de esperanza en su creación poética, apocalíptica, nostálgica, religiosa.

Quisiera detenerme en la condición de estas figuras perdidas y desperdigadas por la ciudad. Verdaderos ambulantes sin rumbo, en búsqueda de un momento de conexión. La idea presente en la poesía de Pasolini nos invita a una ciudad (madre) que ha muerto, sus hijos abandonados recorren sus entrañas solos en búsqueda de algún otro quien pueda escuchar su lamento. Pasolini se sitúa en el lugar de quienes han quedado al margen de la velocidad en la vorágine moderna, de la construcción, del lenguaje cambiante y veloz. Son quienes han quedado atrapados en una ciudad que ya no existe. Una voz surge de entre los hijos muertos de una ciudad inexistente, una voz que crea universo tangible, universo poético y fílmico. Es la apología de Pasolini para sus hermanos perdidos, para sus hermanos en lamento constante. Leído hoy, su trabajo puedo verlo proyectado en aquellas calles olvidadas de nuestra capital, fuera de toda norma, la modernidad ha terminado de comer lo que quedaba de la tradición, del pedacito de identidad de quienes no pueden costear su voz, incluso los extramuros se han visto amenazados en convertirse en civilización, la oferta tentadora de abandonar el olimpo Pasoliniano de la barbarie, para sumergirse en la urbe, corrompidos por el deseo de las promesas falsas de la ciudad. Pero Pasolini continúa con ofrecer un nuevo mundo, nacido de las entrañas de la negación al cambio, de la negación pura a las formas de mundo ofrecidas hoy:

“Pero en la negación del mundo, nace un nuevo mundo: nacen leyes nuevas donde no hay más ley; nace un nuevo honor donde honor es el deshonor... nacen potencias y noblezas, feroces, en los trozos de chozas, en los lugares sin límites donde crees que la ciudad termina, y donde, en cambio recomienza, enemiga, recomienza miles de veces con puentes y laberintos, sitios de construcción y movimiento de tierras, detrás de tormentas de rascacielos que cubren entero el horizonte.” 8

En este universo poético, de caos y consumo apocalíptico, hay un horizonte contestatario, pululando fuera, un lugar si uno quisiera, para los hijos muertos, dónde el mar de rascacielos conoce su límite y la montaña de guetos verticales ha alcanzado su cúspide, ahí, lejos de toda urbe seguirá existiendo un mundo negado de este otro, un nuevo mundo: es como se construye la forma del mito. De pronto se ilumina en mí un panfleto de carácter publicitario: la unificación bajo una bandera de los hijos bastardos de la ciudad que ha sido devorada.

Muy a pesar de lo bello que suena, no lo veo posible, esa ciudad evocada por Pasolini, se encuentra solamente en el plano virtual de lo poético, la ciudad de los hijos muertos no existiría como tal, entraría a la categoría de civilización evocadora de un campesinado idílico y sacro, construiría por medio de la nostalgia, un pequeño paraíso ficticio, cuidadosamente articulado en la génesis de sus relatos. Existe pues en el plano de lo plástico, cinematográfico y estético, en el mundo robado a pedacitos por Pasolini en su obra: allí se encuentra el país contestatario detrás de los rascacielos.

¿Será posible entonces paliar la sensación de abandono? Una ventisca recorre los rostros de millones de personas con imágenes de glorias pasadas, sueños de orden bíblico cicatrizando sus calles, sus avenidas, sus rejas oxidadas contra la cual alguna vez jugaron a la pelota. Esta ventisca de nostalgia recorre silenciosamente a los habitantes de la Santiago moderna, de la Santiago que fue y de la Santiago que será. Cohabitan y avanzan, en desmedro de una identidad inexistente y colectiva, una tradición que quizás alcanzamos a tener, antes de que fuese derrumbada por otra, violenta suplantación de una religión antinatural, humana, de concreto. Ante este páramo yermo, Pasolini construye una figura angelical y perfecta, lingüísticamente atormentado, asume el rol de portavoz con su poesía y sus películas.

Me envuelve la idea de que el trabajo de Pasolini, está adelantado a ciertos movimientos actuales de Chile, la antropóloga Francisca Márquez vuelve a la idea de que el destino de la ciudad cosmopolita y fagocitante, es volver al origen, Pasolinianamente si queremos en estos términos, que la modernidad sucumba, es volver a la nostalgia de lo sagrado.

“Frente a la modernización, las tecnologías y las ciudades anónimas, el campo y sus tradiciones surgen como una última esperanza frente a los procesos y fenómenos de la globalización y de la modernización, señala García Canclini (1993). La búsqueda de habitar entornos más amables, donde el anonimato no sea parte de la vida entre los individuos, responde a la recuperación del sentimiento de comunidad: de vivir con quienes comparten historias y experiencias comunes, además de procesos de construcción de identidad. Como dice Touraine (1998b), de las ruinas de las sociedades modernas y sus instituciones salen, por un lado, redes globales de producción, consumo y comunicación; y por el otro, un retorno a la comunidad. Si en algún momento la ilusión de la modernidad albergó la idea de que era posible crear al ciudadano del mundo, libre de atávicos lazos territoriales (en un notable paralelo con el capital transnacional contemporáneo, carente de lazos de identidad territorial), Boisier (1996) nos advierte que hay que convenir en que la crisis de la racionalidad moderna echó por tierra tal autonomización. Hoy día, por el contrario, se percibe un movimiento de “vuelta al terruño”.”9

Algo lejano, pero el campo y sus tradiciones puede ser la respuesta a la pérdida de fe moderna, a la búsqueda de manifestaciones de carácter divino en lo cotidiano. Algo que encuentro en el trabajo de Pasolini y me conecta en silencio con el paisaje que ofrece la ciudad, me invita a buscar aquello sacro entre las tradiciones de mi tierra, lengua y dialecto, pues allí también se encuentran, mudos testigos del cambio de las épocas, recorren las tumbas de sus ciudades mientras hablamos, mientras escribo, mientras lees.

He mencionado una brecha silenciosa que une dos ciudades, dos grandes urbes con historias y recuerdos impregnados en sus muros y avenidas. Si bien Roma es madre, abuela y raíz, Santiago es hija, será madre, abuela y raíz. Hay un universo poético que une a ambas, a grosso modo, delimitadas por habitantes perdidos. Puedo establecer, que ambas ciudades han muerto, no existen. Solo quedan de ellas, esbozos incompletos de fetos desperdigados por sus avenidas, llenos de recuerdos congelados y cicatrizados en sus calles de constante movimiento: brisas de un pasado que se desvanece poco a poco. La obra de Pier Paolo Pasolini, escrita y filmada, ha buscado evocar nuevamente el imaginario de un idilio perdido. Retratando al pobre como objeto de adoración sacra, portador de la realidad que ante sus ojos, se manifiesta de forma onírica y visceral. En la búsqueda atormentada de su creador, Pasolini ha abandonado el tiempo que habitó, para residir en su universo de creación literaria y fílmica. Para permanecer en esa mirada sostenida con una niña campesina, en esos prados de ruinas golpeadas por la espuma de un sol inclemente, en el placentero escándalo a la sociedad a la cual perteneció, que miraba con distancia y recelo la pureza del pobre, que nació despojado de aquella civilización aplastante y moderna cuyo dios es el consumo. Monstruoso es quien ha nacido de las vísceras de una mujer muerta, y tanto nosotros como Pasolini, vagamos también, modernos entre modernos, buscando hermanos que ya no existen.

 

Artículo Por Diego EscobarRealizador Cinematográfico, Magister en escritura de guiones Muy Interesante !